miércoles, 26 de marzo de 2008

20









Había conseguido una silla de mimbre muy cómoda y muy linda al módico precio de tres pesos. Había regateado bastante, lo necesario para poder conseguir con lo que no había pagado un almohadón para sentarse, o en su defecto, un poco de estopa, unos pedazos de tela, y una aguja e hilo de coser para confeccionar su propio almohadón y poder colocarlo entre su cuerpo y la nueva silla de mimbre. Era mucho más cómodo para leer, y a diferencia de las prolongadas sesiones en la cama, ahora no podía decirse que pasaba todo el día tirado. Víctor lo llamaba sillón, y no silla, para darle un aire de mayor majestuosidad a un objeto conseguido en un pulguero a pocas monedas. Conseguiría una sábana no demasiada vieja ni demasiada agujereada para vestirlo con ella y ocultar definitivamente su figura y su fealdad. Ya había pensado presentarlo a cualquiera que osara a pisar su cuarto como su “sillón”, y tratando de que jamás se develara la verdadera identidad de silla de su nueva adquisición. Habría de pasar unas cuantas horas por día hasta que se amoldase a su cuerpo. El dueño anterior tenía una contextura mucho más grande y pesada que la de él, porque había dejado un hueco enorme en la parte donde uno se sienta. Había una mística particular en ese sillón, y por más que Víctor lo decorara, o lo rebautizara, no se le podía ir ese aire a perro viejo, que ya ha pasado por las manos (en este caso no eran las manos exactamente) de muchos, batallado por los días y hasta años de empollar en ese mismo lugar. Contaba, para su comodidad, de unos apoyabrazos que le permitían descanzar, sentado, tieso, con la mirada perdida en el infinito de la mancha de humedad que había en la pared y cada vez se hacía más y más grande, mancha de la cual se había encargado una vez, llamando a la portera, que le hizo un escándalo, porque no quería llamar al plomero, porque decía que no era un problema de algún caño roto, sino que las manchas de humedad habían estado siempre, y siempre estarían, no importara quién se quejase; una especie de Canterville, pero grotesco y ofensivo. Lo había colocado cerca de la mesa para poder apoyar libros o lo que sea que estuviera entre sus manos cuando él se sentara ahí. Generalmente, eran libros, de los cuales había una pila de los no leídos, una de los ya leídos que se amontonaban desde su pila hacia el resto del cuarto por un derrumbe no previsto por excesiva colocación de libros, pequeños sobre grandes, pequeños sobre pequeños, grandes sobre grandes, grandes sobre pequeños; y una tercer pila de libros que contenía los que no iba a leer jamás (no por definición, sino porque ya no planificaba las lecturas y se excedía sin cesar desde aquel día en que perdió la libretita negra; se compró otra, azul oscuro, pero no fue lo mismo).

El polvo que se agitaba por toda la habitación se había calmado y comenzaba a descender lentamente, como un blues de Ray Charles, ahora que la ventana estaba cerrada, porque las ventanas deberían estar cerradas en otoño. Pero había alguien que tenía la (mala) costumbre de abrir la ventana cuando se pronosticaban temperaturas gélidas, de diez grados o menos. Y cuando alguien, contenta de haber ayudado con las compras de todo lo necesario para la instalación de ese nuevo sillón, para demostrar cuán alegre que era siendo útil para él, abría la ventana, él, en mangas de camisa, comenzaba a toser, finalmente cerraba la ventana.
-Hay que abrir la ventana –había declarado
-Más bien hay que cerrarla –había dictado Víctor
Y en eso se había resumido la conversación. Luego, una incansable perorata de que ya-no-somos-lo-de-antes, qué-nos-está-pasando, ya-no-me-tratas-igual, que además de cumplir con el pedido de Víctor, había cerrado los postigones, dejando que una penunbra cubriera cada rincón del lugar.
Había advertido que salía a pasear un rato, respirar aire puro.
Tendría que haber salido detrás de ella, e invitarla a quedarse en el cuarto, que hacía frío. Pero no, ¿por qué?, porque, según decía él, acá van a haber cambios. Y ella qué sabía de todo eso, qué pensaría de las ocurrencias que él tenía, cientos de pensamientos que saltaban a penas ella ejecutaba algunos de sus actos mínimos, insignificantes para el ojo común.
Desde la oscuridad veía ir y venir la brasa del cigarrillo de su mano a su boca, sin perderla de vista por un solo segundo.
En cualquier momento va a volver, de eso estaba seguro. ¿Qué es lo que tenía de fallado de fábrica ella? No cabía duda que la caja de la que había salido ese arlequín funesto, tenía un cartel de inservible. O simplemente tomaba las actitudes más acertadas en los peores momentos de él, y cuando él creía que debería lucirse con todas sus luces, ellas apenas se encongía de hombros en señal de resignación. Pero no se podía contar la historia de un fracaso solamente a través de un destiempo. Esas son desviaciones de la memoria, recuerdos alivianados por el paso de los meses y los años, ya cuando no se poseen las sensaciones del momento y uno daría cualquier cosa por volver en el tiempo y arreglarlo todo. Pero si se había quedado con ella desde un principio, era porque la había creído especial, había visto en ella un aura extraño de encontrarse hoy día, sumado a que ella le daba cosas que sabía dar sin pedir mucho a cambio. Algo así era lo que ella definía como amor, pero jamás había pronunciado una sola palabra sobre el tema. Cuántas veces habían tocado tangencialmente el tema, sin poder acercarse mínimamente a la discusión real. Cada vez que ella se decidía a hablar las cosas seriamente con él, sentía que se aproximaban a un precipicio y un vértigo se adueñaba de él. Y esto estaba más allá de las cartas y de los melodramas actuados que ellos hacían. Tal vez Gella se conformaba con ese silencio que los envolvía y los sumergía en esa relación. Pero él se daba perfecta cuenta de que ese silencio a veces los acercaba, pero las más los distanciaba, ubicándolos en polos demasiado opuestos para que uno pueda oir al otro.
Era el momento para agarrar lápiz y papel, y ponerse a escribir algo para Gella, lo que devendría en una futura carta que todavía no sabía dónde escondersela, porque desconocía si quería que esa carta llegue a sus manos o no. A ver qué era lo que salía al comenzar a garabatear.


Cuando se decidió ir a buscar a Gella, o por lo menos asomarse hasta la puerta para ver si andaba cerca de ahí, si todo ese tiempo no había estado sino esperando a que salga, ella apareció. Se chocaron las miradas, extrañadas, alguien salía y alguien entraba. Gella cargaba con varias bolsas en ambas manos; había ido a dar un pequeño paseo y entre tienda y tienda había comprado algunas cosas. Básicamente, algunos libros, algo de comida y un florero (sin flor). Obviamente, ella no poseía el conocimiento necesario como para obsequiarle un buen regalo. El se conformaba con alguna obra regularmente buena o pasable. Esta vez le había traído Víctor Hugo, contrariamente al Tirso de Molina o al Lope de Vega de la vez anterior, todo un avance considerando que ella se dejaba deslumbrar por las ofertas de un peso de los clásicos de la literatura universal. Le iba a decir algo sobre el regalo, pero no encontró fuerzas para pronunciar palabras de agradecimiento.
Durante el tiempo en que Gella se había ausentado, había pensado en dejar los conflictos de lado de una vez por todas y proponerle que se vaya a vivir con él. Quizá no sería la mejor solución, pero era una solución (y él que se había dicho que iban a haber cambios). Tendrían que hacer economías. Gella se pondría a trabajar, ya que se dedicaba todo el día a hacer nada; él seguiría con el mismo régimen de horas que venía teniendo para la subsistencia mínima. Era claro que se tendrían que mudar a una pieza más grande, con una cama doble, porque ya habían probado con una sola plaza y se complicaba a la hora en que ella comenzaba a dar patadas. La idea de mudarse lo entusiasmaba. Seguramente irían a algún lugar un poco más alejado del centro, a alguna zona más al surm como la Boca o Constitución. Ahí encontrarían habitaciones grandes a un precio módico, camas desde un peso, con un colchón para los dos, una mesa, el mismo sillón de mimbre y un lindo ropero para guardar la ropa de ambos. Perdería la cercanía a Corrientes, no importaba; suponía la existencia de librerías cercanas en los lugares posibles donde se murasen. Tal vez irían a Pompeya, se harían pasar por una pareja de recién casados y jugarían a tener un hogar y esas cosas. No sería tan malo. Pensándolo de esa manera no sería tan malo. El se levantaría temprano, barrería el pasillo e iría a comprar el diario para ver si conseguía un trabajo digno, mientras qie ella lo esperara con un mate recién cebado, amargo y calentito. Ella debería trabajar igual, porque si no se dedicaba al arte, como lo había pensado él para ella, debería considerar volver a estudiar. Si flaqueasen económicamente en algún momento duro, se dedicarían a vender cosas que Gella iría sacando paulatinamente de su casa, como cuadros, platos, cubiertos, jarrones, piezas de porcelana, algún que otro artefacto electrónico, que les permitiera sacar algo de dinero y comer de eso. Había pensado también en las salidas que harían por el nuevo barrio, pasarían las tardes en los alrededores de Parque Patricios o irían periodicamente a hacer compras al Ejército de Salvación, donde se pueden conseguir toda clase de cosas por monedas. Sería su búsqueda del tesoro entre ropa, libros muy viejos y maltratados, cosas que a Gella le fascinarían como las porquerías que se adquieren en el bazar, carteras, monederos anteojos y un etcétera de cosas que todavía no había pensado, comprarían de seguro un tocadiscos para escuchar las obras omnias de la música erudita, discos que costaban veinte centavos, y se sentarían a escuchar la novena sinfonía de Beethoven en el patio para ver si entre los suspiros y el crepitar de las hojas del aparato se asomaba la presencia inasible de algún dios. Todo esto lo emocionaba bastante. Faltaba un poco de buena voluntad y problema resuelto. Todavía no quería decirle nada, esperaría el momento adecuado, mientras ella se dedicaba a desembolsar las cosas que había adquirido.

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