martes, 11 de marzo de 2008

Capítulo 0;1 de Anégdota

1.
Todo comienza con un despertar o con un simple abrir de ojos, un ojo gigante, que, si estuviésemos mirando la pantalla de un cine, se convertiría en algo surrealista, de ojo hermoso, celeste, preciado, pasa a ser un ojo hermosamente gigante, luego, monstruosamente gigante, y finalmente, sólo monstruoso. Ese ojo que se abre es todo lo que cuenta por el momento al estar pensando en el comienzo de todo (no olvidar ¡cómo! que uno comienza diciendo ‘todo comienza’, cuando a penas se atreve a pensar eso, ‘eso’, como un todo, que comienza, ¿quién pudiera, quién se atreviera?). Y sin absolutizar en absoluto, como cualquier paradoja de la vida, como cuando Cédric me dijo: “la vida se presenta de manera paradójica, si, uno, sos propenso a ser adicto, jamás pruebes la merca; y dos, no te podés morir sin probarla”, resumiendo de esta manera, su filosofía de vida que lo había llevado más o menos a haber quedado pegado a un cartón que había sido de una heladera recién comprada y usada como cama una mañana que lo encontré tirado (¿o era ya a la tarde?) y le pregunté una infinidad de cosas que no me pudo contestar. Lo que no podía acertar de la mirada era la dirección. No lo recordaba con los ojos desviados, pero parecía que se había desayunado aspirando un aerosol que le turbó la vista y el cerebro y lo dejó hablando de la vida con una autoridad tal que parecía haberse consagrado de poeta. Decía todo, todo, todo esto, todo lo otro, todo era la idea que le predominaba en la pantalla mental, que posiblemente veía algo muy negro o muy blanco, que lo hacía pensar en dios y en más merca.
En fin, todo comienza con un sueño, lejano, un ojo que se abre, un sueño cuyo rastro ya se ha perdido y no vale la pena ir a buscarlo, por no intentar morderse la cola (que ya paso a explicar que es inútil y vergonzoso de sólo pensarlo). Sólo los perros tienen permitido morderse la cola, pero ellos ni siquiera sueñan o lo que sueñan no son esos sueños como los conocemos nosotros, suaves, poéticos y que fundamentalmente, se confunden cada vez que uno habla de eso, con la utopía. Pero un sueño nunca es una utopía, porque el sueño tiene lugar en la realidad interior, y la utopía se persigue hacia fuera. Yo ya no sueño, porque sueño despierto, lo cual es una utopía, y ando como zombi y sin lugar caminando hacia ahí, ‘directo al infinito, en una línea blanca’, como me dijo Cédric. Por supuesto que es más fácil perseguir los sueños de los demás, porque eso equivaldría a morderle la cola a alguien más, y no estaría nada mal que sea la de Luciana, codiciada por mí, nostálgica como los días de lluvia, harto conocida.
Y sin más ni más, ese sueño, que se va en cada imagen que el ojo despierto comienza a percatar, procesar y entender, se va demoliendo poco a poco, hasta que sólo queda un medín, fino, medianamente tangible, pero casi sin imagen, ya sólo es un olor, lo que uno recuerda como olor, un escalofrío por alguna parte del cuerpo, y algo más triste y lejano como un despertar. Pero los hay los cazadores de medines. He sido uno, hasta que perdí el don de serlo cuando me vi obligado a salir del estado primitivo de persona que era para buscar trabajo a los diecisiete años, cuando me dijeron que estaba demasiado grande para que me mantengan y no pude pasar más las mañanas en la cama. A los pocos meses de estar trabajando y siendo capaz de guardar un ahorro, me fui de mi casa. No quería rendirle cuentas a nadie. Estuve dando algunas vueltas por distintos trabajos y distintas casas, según las oportunidades que se me presentaban de saltar a un paisaje distinto con las miserias que me podían llegar a ofrecer. Nunca pedí nada a nadie y donde me miraban con cara rara, me iba. Hasta llegar al próximo lugar donde ya tuve una historia que contar y pude estabilizarme. Esa fue una época con altibajos, pero turbulenta. Cuando me establecí en un lugar fijo comencé a permanecer más tiempo solo y poco después, me acostumbré y hasta empecé a disfrutarlo. Como precio que se paga por esas cosas, entregué mi sueño, pero en ese momento no me pareció una pérdida útil. Haciendo cuentas hacia atrás, hacía años que no recordaba un sueño como hecho concreto que altera la realidad interior. Ahora sólo los medines pasados me quedan, sin sueños, sin ser algo que se crea mientras se da lugar a ese proceso –para mí- casi esquizofrénico que es (fue) soñar. Y creo que puedo contar mis medines con los dedos de una mano, como si se tratasen de monedas. El resto es pura especulación posterior y diurna, lo que uno decide hacer con ese medín, si retornarlo –en general–, conservarlo tal cual está –como los que lo pretenden –o simplemente olvidarlo, –como lo hace la mayoría.
Durante años preferí conservar todos mis medines en un frasco de vidrio que tenía cerca de la cama, hasta que un día se me perdió el frasco (y me condené por descuidado), o me lo robaron (sintiéndome ultrajado por un desconocido), o alguien lo abrió y se esfumaron (como creo que realmente ocurrió). Y sí, son cosas que pasan. Y bue, tarde o temprano iba a suceder. Esas son dos frases con las que aprendí a pasar algunos tragos que luego resultaron nimias y sin sabor, como una copa apurada de brandi en el baño de un bar, como una boca que traga y que sabe que ahora llega lo mejor, como (mucho más tarde) un ojo en primerísimo primer plano que se abre, quien sabe cuando, quien sabe donde, quien sabe de quien y muchas otras incógnitas que quedan irresueltas. Cédric, me explico aquella vez el sentido de la vida, de crecer y hasta de morir, por que no, con una metáfora de un cigarrillo. Luego se arrepintió y la cambio por una botella de whisky, cuando le convidé un cigarrillo, y finalmente la vida fue un pase, cuando tomamos la petaca de whisky y se quedó con ganas de más. Esa vez yo entendí que él no comprendía nada de lo que estaba diciendo, que simplemente su cuerpo dejaba llevar a su mente por lugares a los que siempre quería volver. Pero el mismo comparaba todo, la vida, su vida, a un cigarrillo o a un whisky o un pase porque en ese momento hubiera dado lo que le quedaba de su miserable vida por un poco más. Es fácil pensar de esta manera que los condenados a muerte cuando están tomando su ultima cena, comiencen a pensar que toda su vida no la vivieron sino para esa espectacular cena que jamás pudieron disfrutar (por exceso o carencia).
La primer sensación poderosa que sentí fue una atracción hacia lo que estaba más allá, lo que se escondía en o detrás del bosque, de donde sólo llegaban rumores, leyendas, historias transmitidas, que llegaban a mí a través de las experiencias en los paseos que hacíamos con mi familia los sábados y pocos domingos donde yo entraba en contacto con algo que se alejaba radicalmente de la vida de hogar y de escuela que a esa edad solamente conocía, algo que esos lugares que se me revelaban, me trataban de decir. Yo percibía las señales, los mensajes de algo que no estaba al alcance de mi mano pero quería cada vez con más ansias alcanzar.
En un paseo de domingo cualquiera me topé con una de esas señales. En la puerta de un baño de un restaurante donde paramos para almorzar, leí una frase que me hizo tanto ruido que por un tiempo creí ese era mi primer recuerdo, un tanto tardío, pero memorable. Con todas sus aes redondeadas por un círculo, decía que la vida había que vivirla de manera que la muerte sea injusta. Si, un poco nihilista, pero como todo anarquista, esa frase escondía un romance que me hacia pensar y dar una segunda mirada hacia mi vida aparte de los evangelios que me hacían estudiar sin libido religiosa. Y cuando comencé a dejar de soñar, me volvía esa frase, escogida al azar entre todas las demás frases de ese baño público, escogido al azar entre todos los baños públicos a los que podría haber ido esa vez a los diez años que me dieron ganas de hacer pis. Una frase que recordé entre millones de frases del evangelio que no retuve jamás (si, excepto ‘sé fiel hasta la muerte y te regalaré una corona de espinas’ Apocalipsis 2,10). Y en un estado de estupidez noctámbula, me sorprendí a mí mismo pensando la frase con retoques míos, y decía más o menos que la vida había que vivirla de manera que la persecución de los medines sea necesaria. Y desde ese entonces, me largué a la cola de un medín como un cometa que pasa y sólo una persona que miraba el cielo ve, sin éxito, pero jamás abandonando la carrera de mi vida, la única carrera que no pensaba abandonar porque ya no había vuelta atrás, y hace tiempo que tendría que haber partido y todavía no lo hacía.
¿Y qué hacía? ¿Dónde había estado todo este tiempo? Cómo decirlo, cómo saberlo con exactitud, si la mitad del tiempo me encontraba en un estado regido por la pérdida del sentido de la ubicación. Sabía en líneas generales donde estaba parado, ciudad de Buenos Aires, barrio Congreso, a medio kilómetro del kilómetro cero.
Pero si de repente, como cualquier noche, me encentro mirando el techo de mi casa y contando hasta diez mil antes de salir, bajar a la calle y pararme en una esquina y preguntarme mientras no termino el cigarrillo cuál de las cuatro posibles direcciones en esa esquina voy a tomar. A diferencia de estar perdido en un bosque, yo sabía el exacto lugar al que iba a llegar al final del recorrido, por más desesperado y desubicado que me sentía. ¿Alguna vez se perdieron en un bosque? A los doce años, en un pedazo de tierra que tenían unos tíos de Ezeiza, a pocas cuadras de donde se encontraba la casa, me encontré con un bosque. Era un bosque de álamos, que en absoluto son como los bosques de pinos, como los que se ven a los costados de la autopista que va al aeropuerto, a los que había entrado en el verano anterior en un campamento no muy lejos de ahí. Este, en el que me perdí toda una tarde nublada de invierno a los doce años, era otra cosa. Con el impulso de creerme conocedor de esos lugares por la experiencia reciente del verano, me metí adentro, con la confianza plena de tener un ancla mental al lugar donde estaba la casa. Pero en el momento en que me di vuelta después de haber percibido que ya había entrado lo suficiente y que a esa altura era lo mismo adelante atrás o al costado, me sentí perdido. Un segundo atrás también lo estaba, objetivamente, pero tenía la certeza de cuál era el camino y por donde la salida. Cuando salía caminando a la noche, de alguna manera me hacía acordar al bosque; era una cierta repetición del escenario de aquella vez, pero con algunos signos invertidos. Al final en la ciudad no encontraba el camino trazado dentro de ese inacabable bosque, un camino que se había marcado para ir por dentro pero sin meterse en la zona densa de árboles, camino al que llegué ya casi de noche, antes de que se largue a llover, camino que conducía al final del corredor donde se veía un portal iluminado por lo último de luz del día, recortado entre muchas ramas que abría paso a una zona abierta. Una vez vencida la sensación de estar atrapado y completamente solo cuando me eché a correr por el campo donde había aparecido, en busca de una persona, el director técnico de un partido de fútbol de viejos arriba de cuarenta, en una cancha en algún lugar de Ezeiza.
-Me perdí en el bosque –le dije, agitado y sin aire, pero tranquilo -¿dónde estoy?
Me imaginaba que podía haber llegado a atravesar al menos un kilómetro, salir en otro lugar, quién sabe dónde, luego que se levantó la cortina de vegetal que me había hecho desesperar. El director técnico no se sorprendió de mi aparición repentina como yo me había imaginado. Simplemente, apuntó con el brazo en dirección a unos autos y una especie de restaurante, una zona poblada.
Mi familia me encontró un rato después, subidos al coche, dando algunas vueltas a ver si aparecía. Después de unos comentarios, cambiaron de tema.
A veces, tirado en mi cuarto, escuchando música y pensando, sólo pensando, atravesando un domingo interminable, alternando entre mate, té y café, cigarrillo tras cigarrillo, pensando, me venía esa sensación que adquirí en el bosque, me atacaba de golpe luego de haber llegado a un pensamiento que me remontaba como un barrilete descontrolado a la experiencia de los doce años, que también volvía en algunos sueños cuando los tenía, en las formas más variadas que el yo conciente hubiera podido imaginar. De día, me divertían, me daban un cierto panorama de lo que estaba atravesando ka cabeza en ese momento. Pero cuando las tardes de invierno sólo alcanzaban las seis y media, ese souvenir de pesadillas despertaban en mí y alrededor un aire renovadamente maligno. No me inmutaba. Tenía mi medicina ahí esperando a ser fumada en uno de los estantes de la biblioteca, con el rótulo de “estrictamente necesario”. Y las veces que no había cura para ese mal, después de haber ido a ese lugar y no encontrar a nadie, y a ese otro lugar tampoco y la última esperanza también caía, se me daba por salir a ver qué era lo que el tiempo que me había hecho eso a mí, le hacía al mundo. En una de esas noches busqué compañía a costa de casi cualquier cosa. Dependía de la impaciencia y la capacidad de tolerar. Entonces iba por las calles recorriendo algunos bares tomando unos tragos en cada uno de ellos, con la ingenuidad de que hasta el final de la noche, nada está perdido.
Entré a un bar.

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