miércoles, 26 de marzo de 2008

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En algún pasaje de April in Paris, o en un banco del Parque Centenario, daba igual. El asunto que importaba era que se iban a encontrar, representando papeles, usando vestidos y portando máscaras. Ella era una hermosa Margarita, de lo más cuidada en sus gestos y sus manos como guantes blancos, que no permitía el contacto con cualquier objeto que deseaba agarrar. Ya desde lo lejos, como a cien kilómetos de distancia, él la veía llegar, parada desde la vereda de enfrente, cruzando la calle y atravesando el parque, acercándose a Víctor, yaciente de las baldosas de los caminitos o en el pasto en alguna zona no demasiado cagada por los perros. Se acercaba lentamente, Víctor desde el suelo sin moverse siquiera para comprobar que esa que caminaba patas para arriba era Gella, que no era él el que estaba dado vuelta, sino todo el mundo, y que él era el único que veía las cosas al derecho. La invitaría a acostarse en el suelo, si no fuera tan margaritamente púdica, tan siglo diecinueve, tan guantes blancos. Desde el ángulo inferior, Gella parece mucho más grande de lo que realmente es. Se le notan los detalles, resaltan sus defectos y Víctor no puede comentar esto con nadie, se tiene que morder la lengua. Y a pesar de todas esas manchitas que antes no parecían estar en su cara, en su cuello, esa textura notoria en sus brazos, sigue siendo algo que, visto desde abajo, es inalcanzable. No hay duda, es Gella. Parece sacada de una de esas novelas inglesas del tiempo de D. H. Lawrence, se viste con todas sus ropas sofisticadas de dama proustiana; pero debajo de esa apariencia y esas ropas, se esconde un tigre enjaulado, se siente el contacto de continuo roce entre la piel y la tela, produciendo un susurro inaudible, estimulando los pensamientos continuamente, mostrando de a poco ese ser que vive en la completa oscuridad de su inconciente. Y si niega, afirma. Pero persiste en su negación, mientras que no para de pensar qué si hubiera afirmado. Y se niega a Víctor, y se niega a sí misma, y así continuará negando hasta después de haber cedido completamente, en el momento de aceptar luego de apreciar el panorama de los cuerpos descubiertos, y se seguirá negando, buscando excusas para su actitud de debilidad frente al otro cuerpo comparado y diferente, opuesto. Por supuesto que Víctor cree fielmente que su trabajo es abrir esa puerta, soltar la jaula, y permitir la salida visible a la luz del día, de otro modo no estaría luchando contra algo que parece inútil y sin fin. Pero ella se resiste. Prefiere la luz apagada y las cortinas cerradas. Se engaña pensando que con ese ambiente falto de iluminación no la va a poder ver. La conoce. Los cuerpos brillan por sí mismos., con luz propia. Porque por más que se sonroje y lo rechace, se terminará soltando y poniéndose a total abandono de la voluntad de Víctor.
(Haciendo un paréntesis insostenible por el bar de la esquina, los cuerpos cantan, se presienten necesitados, insensibles a la situación exterior, olvidan su pedido o lo ignoran, ese café con leche jamás tomado, ese abandono absoluto del mundo exterior que son esos tostados apenas mordidos. Paga ella.)
Pero allí, en su cuarto, ella se desnuda y posa para él, ya es completamente suya, no tiene otro dueño que Víctor, quien se dedica a mirarla sabiendo que no hay otra que haga lo que Gella. Con las medias por la mitad de las piernas, trata de evitar ese acercamiento inevitable, ese calor que se empieza a sentir, las distancias se acortan aún más con la respiración agitada, ella, desnuda y echada como la más hermosa, le parece una inmensa Naná cuando trata de acercarse a ella y se pone neurótica, argumentando que él olvidó el protocolo que había que seguir. Es inútil preguntarle de qué se trata, porque ni ella tiene una respuesta para esa clase de reacciones incoherentes. Quién sabe de qué estará hablando, pero lo mismo le da, porque sabe que esos escenas de caprichos y negaciones son pura apariencia, y sólo él sabe, la sabe ya aprehendida, una vez degustada y tragada. Ella no sabe que ese no, ese no-no. Finge, se engaña. Le basta con decir esas palabras mágicas, ese conjuro extraño que abre candados y derriba muros, esa llave que abre todas las puertas, el pasaporte de todos sus lugares, para que deje ese traje de chica dura que le queda enorme y se entregue de una vez, sin más vueltas.

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