miércoles, 26 de marzo de 2008

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El mito que había creado Gella, y que Víctor seguía como si se tratara del tabaco necesario de todos los días, de una almohada donde apoyar la cabeza, o un plato en el cual la comida nunca faltase a la hora del hambre, era jugar a que se amaban. A veces el juego consistía en un juego de azar, donde no dependía de ninguno de los dos las cartas que tocaran para poner encima de la mesa. Otras veces el juego era más bien de ingenio: cada uno ideaba un amor-acertijo y trataban de adivinarse mutuamente sin utilizar las palabras. Había veces en que Víctor se lo imaginaba como una ruleta rusa, en el cual él sostenía el cañón apretado a las sienes, y Gella, inconciente o simplemente lúdica, hacía girar y girar el tambor de la pistola, deseando con los dientes que no toque una cámara vacía.
Pero lo peligroso de estos juegos era que no se crucen con la realidad y que los juegos no se salgan de los límites de un simple juego. Todo tenía un lugar y una forma determinada de existir. A veces en las cartas Gella insistía tanto en eso que Víctor tenía miedo que ella llegara a creerselo verdaderamente, y se produciría esa especie de desequilibrio tan humano y tan cruelmente posible que todo se rompería a pedazos, el juego de las realidades, Gella, él, que al final costaría tanto volver a armar todo de nuevo que no tendrían la voluntad de hacerlo. Por eso la reciprocidad en la mentira era tan importante, porque era el equilibrio que no tenían en el resto de las cosas, y ese amor falso, funcionaba como un vector ordenador, como ideal inalcanzable, de lo que querían ambos para la relación que tenían. Por supuesto que ese ideal era utópico, era inalcanzable, un ideal tan ridiculamente sencillo como la convivencia (la que ninguno de los dos creía que fuera posible). Y habían inventado algo que era el amor para sostener esa mentira, el amor mentiroso, la cuarta pata de una silla en la que nadie osaba sentarse; el amor que servía de ordenador, de limpiador, de repasador, de destapador, de cualquier cosa menos de amor. Y a falta de imaginación –o a falta de necesidad, porque imaginación tenían, y necesidad de amor también, pero no necesidad de hablar de verdadero amor –habían de llamar todo de la misma palabra, todo encerrado en la misma bolsa, todo lo que antes había tenido un nombre propio y una identidad marcada (el vaso es vaso, el libro libro) ahora todo podía ser llamado con la misma palabra, inútil, inservible, totalmente vacía de contenido: todo era amor.

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