martes, 11 de marzo de 2008

Capítulo 0;0 de Anégdota

0.
Esta es la historia de un trauma. Hay que tener cuidado con lo que se tiene entre manos, porque se trata de un redúctulo que posee el sufrimiento de manera concentrada. Como se sospechará, el sufrimiento no se encuentra entre las páginas, adosadas como un señalador que te regalan en las librerías, en las historias que se narran o en las palabras que se usan para hablar de tal sufrimiento. Hasta el momento no he podido lograrlo, a tal punto que ya antes de comenzar la tarea renuncio ese objetivo inútil. Escribir, antes, -si no supe aprovechar el tiempo que duró –era un trabajo, como de oficina, pero en casa, o en cualquier lado, en medio de una noche de sábado, o en uno de esos bancos de plaza Congreso. No había inconveniente, porque al trabajo uno puede renunciar, puede irse pateando la puerta y robándose en el camino ganchitos y hojas A4. Ahora, escribir se ha tornado con la experiencia como un deber. Lo supe en el mismo instante en que le daba la espalda a una historia que no quería contar, pero ella quería ser contada a toda costa, y en esa lucha de intereses opuestos, le di la espalda. A poco, para darme cuenta que seguía ahí, no era como en los trabajos que uno ya no le ve la cara del que ya no desea ver a las siete de la mañana, lagañoso, malhumorado y con mal aliento. No. El deber me miraba por la espalda. Sentía que estaba clavando su mira en mi nuca, y ni un instante durante el día o en un momento de baja guardia a la noche, me dejaba de acusar. Vuelvo a escribir porque siempre hay una esperanza de reconciliación, de una reflexión profunda de las dos partes, seguido de un entendimiento como la luz de un tren al final del túnel.
Y las historias que se cuentan no son sino medios, envases vacíos, las palabras y las historias, para trasladar ese sufrimiento. De por sí, son inofensivas, no están dotadas de maldad ni pueden por ellas mismas causar algún mal. Estas páginas fueron escritas con todo el amargo que puede soportarse en la boca, y mientras se iban depositando de manera caótica sobre el blanco de la hoja, iban siendo escupidas por una boca que hasta el momento era incapaz de soltar. Las palabras que la boca no dijo se fueron poniendo rancias y viejas, tomando el sabor agrio que llegó a ser insoportable.
Nunca algo es tan amargo como cuando se ha tenido lo dulce. Y lo mismo al encontrarse del otro lado completamente opuesto al que causó esa secreción violenta parecido a devolver bilis. Así, uno va trazando un arco que atraviesa todos los posibles estados del alma entre lo amargo y lo dulce. Si en mis palabras se halla algo de sabiduría sobria y soberbia, espero que sea extirpado. Hoy no me puedo no permitir hablar en ese tono después de haber probado la cosa más dulce que un hombre puede acceder para su paladar (el tono, ese tono es el de un hombre acabado, que recién termina de tener sexo y por unos instantes no importa nada más que ese cansancio en las piernas).
Así, ya se tomen estas palabras como ficción o un lugar de consuelo para los desahuciados, el escritor resta aclarar que queda conforme desde el mismo momento en que gana la perspectiva necesaria para poder advertir todos los planos, ángulos y tiempos de una historia propia para pasarla al papel.

Esta es la historia de un trauma. Se encuentran los personajes en escena y tienen sus cosas que callar. Hay encuentros y cosas que vienen al tema tomando un café. Hay silencios y hay el conocimiento que uno es lo que habla, pero ese uno tiene todavía muchas cosas por decir, y que tal vez ya sea irreparable el error de no poder conseguir todas las palabras necesarias para decir. Hay diálogos, hay peleas y confusiones, y en definitiva, confusión total.
Hay historias que no entraron en el plano de la historia general. Esas otras narraciones gestaron sus propios lugares y poseen tanta autonomía que sus personajes son invisibles y entran y salen de la existencia del papel sin que el que lee lo note.
Y sobre todo, hay música, hay vibraciones en el tímpano que resuenan en el tórax y causa placer. Hay esas notas colgadas que si te tocan te atraviesan como una lanza y te hacen delirar como el recuerdo de un amor reciente. Hay un corazón que sangra y que tiene que dejar de sangrar.




Voy a hablar de vos. Me voy a sentar en un sillón cómodo y me voy a preparar un trago para que no me falte nada en este momento. Me voy a encender un faso y entonces vas a aparecer como en fotos diapositivas que se van sucediendo frente a mis ojos, proyectadas en las paredes, en las hojas de los libros que leo pero no, en todos los rincones.
En este instante ves cómo se derrumban los castillos de arena de las sensaciones del pasado. Nada demasiado firme como para que dure para siempre. Nada, que no se parezca a una teoría o comentario al pie con aire de haber pisado fuerte la tierra y dignarse a alzar la vez defendiendo las enseñanzas recogidas por la experiencia. Para que hoy, cuando me ponga a hablar de vos, me de cuenta que así como hay una enfermedad gestada entre dos personas que se dicen tantas cosas, hay un antídoto, una cura, o una promesa a uno mismo de cura, una necesidad. Y que solamente si el presente me trajo hasta acá, no es sino en la búsqueda de ese remedio, de la salud, del estado de bienestar en el cuerpo, de la promesa de una vida plena. La Enfermedad corroe el ser y lo deja desnudo tirado en la vereda de una calle delirando, diciendo cosas a los transeúntes que nada entienden del amor. En la Enfermedad, los días se agotan como las botellas de un alcohólico que apura el último trago a partir de la mitad de lo que queda en el vaso. En el padecimiento de la Enfermedad, las cosas más queridas se opacan y pasan a ser una de las tantas cosas opacas con las que uno se topa a diario. Está la experiencia fuerte a la que se expone el alma cuando te encontrás con esa droga que te cambia: sentís el pánico y cuando volvés no sos el mismo. Pero en algún lugar remoto del mundo, en una isla del océano pacífico, en la cima de un volcán en erupción, se halla una planta que se seca, se prensa, se pica y se fuma y obtenés la cura.
Viajo, me escapo para salir un poco de mí, de lo que hay en mí que todos los días me hace acordar a ella. Y ella, que me decía que tenía que volver a este lugar, que eso es lo que se hace. Pero la verdad es que hace tiempo ya me había subido al tren de fugitivos, emprendiendo un viaje para no volver más.
Y voy, y a algún lugar vuelvo, después de haberme ido. Viajo a algún, pero ya se me hace que es como si estuviera regresando y no partiendo. De pueblo en pueblo, de barrio en barrio, de puerta en puerta. Me vendo al siguiente lugar, bebo sus costumbres rápidamente, o me regalo, como las biblias evangélicas que sólo poseen el nuevo testamento y sus historias son tan poco verosímiles que a poco puedo considerarlas un regalo. Hogar es un lugar muy lejos de acá. Tan lejos, que no hay camino posible para llegar. Pero hay que llegar, hay que brillar.
Hoy, acá, me pregunto si había algo más que la sensación poderosa del escape, el calor en la cara cuando se sale a ver por primera vez el sol en la mañana o tirarse a disfrutar del cuelgue reflexivo debajo de un árbol acerca de lo que uno hace y a dónde la vida te lleva.

Voy a hablar de vos.
¿Por dónde empezar? Es difícil decidirse, es difícil mantener una constancia, hablar de una sola cosa, porque hoy no me quedó ningún orden de todo aquello y contarlo es decir primero uno y segundo dos, y tres, hasta la verdad no sé cuántos. Hoy ese orden es mi trabajo y tengo tan pocas ganas que me quedo en un estado de purgatorio, entre el deseo del cielo de los buenos momentos y el infierno que ya probé y sigue amenazando ahí atrás, a poca distancia.
¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo es que el tiempo corre y siempre siento que yo también estoy corriendo, pero en la dirección opuesta? Y en un choque frontal contra la pared de los días, un balance con voz moral me dice mal, mal, mal, Drogarme sólo dilata el tiempo de la plena conciencia del doloroso correr del tiempo. Larga vida a las drogas, porque cambio cualquier cosa, lo que sea, por no volver a sentir la sobriedad total y despiadada, alienante. En vida hice pésimas transacciones. En el mercado de las cosas cambié mi vida, te cambié a vos por nada, me quedé con las manos vacías, porque preferí estar solo a esa sensación de morirme al cerrar los ojos y no volver a encontrar el lecho del sueño acogedor sino un desfile de imágenes desesperantes que me hacían volar la cabeza, y que se iba otro día sin poder hablar. Hoy puedo escribir, recuperé el don de la palabra, pero ya no sé que quiero decir. Articulo sonidos y las personas tratan de entender a que me refiero. Salí del estado primitivo de comunicarme sólo con gritos y con lágrimas. Un día lo lloré entero. Al final, me quedé completamente seco, tomando litros y litros de jugo, y temprano en la noche, me dormí acurrucado en un sillón. No podía sostener una conversación de más de cinco minutos que ya me atacaba una tristeza feroz y ya nada había para hacer, no existía consuelo alguno al alcance de mi mano. Cuánto quise ser consolado.
Hoy no es un excelente día. Me faltan bastantes cosas como para estar a tono, pero por suerte no estoy allá. Sólo hablo de allá. Con los más, las cosas buenas; con los menos, las cosas que son de no creer. Y sólo escribiendo hablo de vos. Escribir, qué tarea miserable, pero algo hay que hacer. Peor es trabajar. Aunque escribir es un trabajo para alguien con serios conflictos con uno mismo. Hasta ahora, toda la gente que vi escribir que vale la pena, hace valer su vida con esa pena, que es lo único verdadero en ellos.

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