martes, 11 de marzo de 2008

Capítulo 0;2 de Anégdota

2.
En seguida la vi.
No estaba lo suficientemente oscuro. La iluminación era medio desastre, pero estaban bien las luces rojas sobre el escenario. Había una banda tocando sobre el escenario una música suave, de fondo, sin alteraciones. Esa luz roja sobre los músicos hacía ver desde la puerta que a partir de la tarima se miraba hacia algo irreal. Había mesas, como en todos lados, atestado. Había un corral de sillas que impedían avanzar demasiado adentro del bar. Y estaba ella sentada en la barra. Apoyaba los codos sobre la larga barra negra para no caerse de la silla e ingería el contenido de sus vasos como si se tratase de agua. Di un par de vueltas inútiles, mirando el entorno, las personas que una noche como esta tomaban algo en el lugar al que había entrado yo. Decidí que ya era hora de sentarme. Las mesas del lugar, todas ocupadas. Vi una, pero no me atreví a tomarla. Volví los ojos a la barra y ella seguía ahí. Sería el único lugar en el que me podría sentar. Había un asiento al lado de ella que estaba libre. Pero primero, pensé en las posibilidades de entablar una conversación con una persona que ya estuviera bastante sedada por los efectos del alcohol. En un parpadeo, volteó para mirarme, recorriendo con los ojos por el lugar, considerándome como una mesa u otro objeto inmóvil, parte del paisaje. Me encaminé a su lado.
Estuve un rato mirándola, contemplando su espalda que no paraba de bambolearse. Se paró y comenzó a caminar por todo el lugar, como si lo estuviera explorando, frenando a gente y conversando unos segundos. Se movía de una manera lenta y pausada, fallándole las piernas a cada paso. Creaba en torno a ella un aire de realeza, una mujer que no tiene mayor preocupación que andar por la vida y ser atendida como corresponde. Volvió a su asiento y cuando se sentó, rozó su espalda con la mía. Cuánto deseaba ese roce. Sentí al contacto, el calor de su carne contra la mía, una sensación que quizá no había merecido sentir. Me inspiró. Al mismo tiempo volteamos y la miré que me estaba viendo, con ojos de desconfianza. Hacés bien, pensé.
-¿Un cigarro? –me pidió con la misma mirada
Se lo tendí.
-¿fuego?
-Yo te doy
Aspiró fuerte y dijo: -es una suerte que no me haya prendido fuego –y se rió como en el estómago. Luego: -¿un trago?
-por favor –contesté
-por cierto, soy Guillermina. Si no te gusta, me lo puedo cambiar
-Guillermina está bien, es horrible
-¿un faso?
-no traigo
-tomá, armá –fueron las dos últimas órdenes antes de la tercera que fue: -vamos afuera.
Dentro de un paquete de Phillip Morris que me había dado, había como veinticinco gramos de marihuana, recién empezado. No escatimé en tamaño y preparé uno como si fuera a partir a un largo viaje y necesitara provisiones para viarios. Se lo entregué y lo prendió en la butaca de la barra donde seguíamos sentados. Nada se le niega a una dama. Salimos.
-No sos de acá –es lo primero que me dice cuando larga esquina a penas doblamos la esquina y entramos en una calle cortada. Me pasa el faso y buscamos la puerta de un edificio digno de ser ocupado por dos personas fumando.
-Acá hay todos techos altos –me explica –me da una envidia… Imaginate lo que podés hacer con un techo tan alto. Podés colgar cosas, los muebles, un ropero enorme colgando desde el cielo, ah, y no te olvides de una buena ventana que permita entrar el cielo al cuarto. Pero estos macacos no hacen nada con los techos altos, los dejan ahí, juntando polvo. ¿no sos de acá, no?
-no, vivo para allá –y señalé más o menos donde creía que podía estar avenida Jujuy y el Sur –unas pared de cuadras
-¿y amigo de quién me dijiste que sos?
-Amigo tuyo
-ah, fiel como un perro. Dame ese faso.
Cuando todavía quedaba un tucón aprovechable, lo tiró sin mirarlo y me ordenó que arme otro igual.
Volvimos adentro. La banda que estaba tocando terminó su número y el presentador llamó a la siguiente. Entonces, como yo no me lo esperaba, como si surgiera de la nada y pasara a serlo todo, Luciana, esa noche disfrazada con el estúpido nombre de Guillermina, bajó de su asiento tambaleando y se subió al escenario, trepando a la tarima de un metro de alto. No me esperaba que ella fuera a cantar, y cuando me aseguré de que ella era la que iba a brindarnos un momento de música, pensé que no estaba en condiciones de hacerlo. Su espectáculo comenzó antes que su banda comenzara a tocar. Mientras se subía o intentaba subir al escenario, me brindó una de las imágenes más profundas que guardo de ella, la imagen más acabada de lo que ella intentaba sacar afuera cuando agarraba el micrófono. La única objeción que tuve fue que haya sido pública y no exclusivamente para mí. Pero de los presentes en esa noche, pocos se deben acordar de eso, y nadie, seguramente, recuerdan como lo hago yo. Tenía una pollera negra que no le llegaba a las rodillas y cuando caminaba, los volados tambaleaban al compás de sus piernas. Subiendo al escenario, apoyó primero la panza sobre las tablas, luego subió las piernas para luego pararse. Pero al hacerlo un clavo le enganchó la pollera y en el movimiento de lucha contra la gravedad que tira para abajo y el alcohol que entorpece todo, se le subió hasta la cintura, dejando al descubierto su culo al aire y su piel blanca como la nieve. Comprobé en el momento que usaba una bombacha roja. Esa imagen, surgida desde la confusión y la imprevisibilidad, me conmovió en lo más profundo y me hizo llorar. Supe que tenía que obtener a esa mujer, porque a fin de cuentas iba a ser mía. Lo vi sólo como una cuestión de tiempo. ¿Cuánto tiempo más iba a pasar sin conseguir a Luciana? ¿Un año, una semana, un día, o hasta que terminase la canción que estaba cantando en ese preciso momento, que por cierto, sólo contribuía a elevar más y más ese pensamiento, porque no había escuchado antes una versión de My heart belongs to daddy tan movilizadora?
Por supuesto que se le notaba a la distancia la cantidad de alcohol que había ingresado en su organismo, sobre todo cuando, entre canción y canción se detenía para insultar a las personas en el público. Sus comentario causaron cierto revuelo entre la gente. La pareja que estaba sentada a la derecha del escenario se levantó y procedió a retirarse cuando Luciana le gritó al hombre que era obvio que él tuviera esa cara de amargo, ya que nunca había conocido el placer. No sin quejas, que fueron secundadas por otro hombre que tomaba su cerveza en la mesa detrás de la pareja, que al reír por el comentario, fue el siguiente objetivo de Luciana, cuando dijo “acá hay otro que se ríe porque sufre de la misma enfermedad”. Pero el enojo del segundo hombre no fue activo, porque al volver a tocar la banda, éste se sentó y siguió aferrado a su vaso de cerveza. Por el resto de las mesas y los pocos acodados en la barra, el pequeño incidente (como lo llamó el hombre sentado al piano, intentando desagraviar a las personas que se ofendieron), no pasó a más. Parecía que era algo que se esperaba, o que se encontraba dentro de los marcos de lo que podía pasar, o una parte más del espectáculo que estaban disfrutando. Espectadores perpetuos que no se alternan, porque una vez que el show comienza, se olvidan que los que están del otro lado son personas. Como olvidarlo, si Luciana estaba ahí, siempre a punto de caer, y yo esperando ese momento escondido detrás de una columna del escenario, para ir a buscarla de ese estado y llevármela a algún otro lado, donde la tuviera sólo para mí. Pensaba toda clase de conjeturas, de posibles escenarios, de probables vidas que ella cargaba en la espalda, que la llevaban a encontrarla de esa manera en ese lugar. Nada sabía de ella, ni su nombre verdadero, pensaba “Guillermina, ¿que clase de mujer puede llamarse como un zapato?”, porque sabía que había algo más detrás de ella. Me había adjudicado un papel que me quedaba demasiado grande, pero a la vez me engrandecía, y eso me llenaba de energía, me preparaba para una misión arriesgada y peligrosa. Cosas que pasan cuando uno absolutiza un momento que puede ser confundido con cualquier otro. La primera vez que me empezó a contar un capítulo, pequeño, insignificante y marginal de su vida, sentí cómo yo, que esa noche era para ella todo, comenzaba a perder importancia, y el amor que ella me había jurado en su pico más alto de alcoholismo y descontrol, se desvanecía de a poco, ocupando un lugar cada vez menor, significando cada vez menos, hasta que por fin fueron sólo palabras. Yo, que esa noche le había llamado la atención, y que por eso me había invitado un trago primero, luego a fumar, luego, dedicado una canción (Lullaby of birdland), y finalmente ofrecido casamiento si es que yo me afeitaba la barba, yo.

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