miércoles, 26 de marzo de 2008

9









No podía entender cómo en pleno julio hiciera tanto calor. Todavía el invierno se mantenía intalado en las calles; hacía días nomás, una oleada de frío lo suficientemente intensa como para matar algunas de las personas que dormían en las plazas había azotado a Buenos Aires mostrando su lado mas feroz y descarnado, como diciendo que nadie está amaparado en los brazos de su ciudad, nadie que esté en las calles camina inmune del clima. Esto había tenido unas repercusiones interesantes en determinados personajes como las señoras que se paseaban por la avenida Santa Fe, que sacaron a relucir sus abrigos de piel un tanto apolillados. Pero esos días de calor repentinos habían dejado bien atrás a ese frío asesino en el fondo del ropero entre las bufandas y aquellos abrigos de piel de las señoras de la avenida Santa Fe, por lo menos por el período de un año. Y tal vez ese calor era señal de que el invierno empezaba a hacer su humilde retirada, expulsado por estos días que se asemejaban a una especie de ensayos del futuro verano. Algunas ya hacían cuenta regresiva para la primavera, mientras que él empezaba a considerar a esos últimos días como ultimatum para disfrutar de este frío. Y era julio, y si bien era invierno, hacía un calor horrendo. La temeratura se acercaba a los veinticinco grados, según los comentarios al pasar de un diariero que no le hubiera extrañado que le haya agregado un par de más. Veinticinco grados era bastante para esta época del año, sobre todo si uno se andaba abrigado como Víctor, sobretodo a cuestas, aunque colgado del brazo, pensando que quizá en invierno hiciera frío, en verano calor, etcétera. Y con un pantalones –caluroso –de franella azul y una polera –calurosa –negra, todo se sufría más. Este tipo de ropa que había sido bastante eficaz para aquellos días lejanos, ya no tenía en mismo resultado ahora. El calor se agolpaba en el cuello de la polera y comenzaba a sentir las altas temperaturas que se le concentraban en las orejas, rojas, hirvientes. Pero eso no era tan terrible como los zapatos negros al sol. La polera se la podía sacar –y lo haría unas cuadras más adelante –pero los zapatos, no podría andar descalzo por plena avenida Rivadavia, con tanta gente que eran potenciales pisadores de pies, y sobre todo la suciedad que recogería en las plantas a lo largo del camino. Ya empezaba a sentir esa sublime molestia de la transpiración y el calor, todo junto, en el empeine y la punta del zapato. Sentía como las medias ya mojadas comenzaban a patinar a la altura de los dedos y se producía un ruido particular como si alguien estuviera estrujando una bolsa de plastico inflada. ¿Contra quién dirigir los reclamos acerca del clima, del calor que empezaba a sentir en el cuello, transpirando cada vez más por la polera (que incumplía sus funciones las cuales Víctor le hubo asignado esa mañana cuando salía de su cuarto pensando que se hallaría con un helada como las que ya venía padeciendo)? ¿A quién culpar por todos los males del calor en los zapatos negros, justo negros, calcinándose al sol desubicado? Todas las respuestas se dirigían a ese ser en el cual no quería pensar. El pensamiento mágico, que asocia el clima provocado a causa de determinada persona, una bruja, una hechicera, se lo había inculcado ella, y por ende, ella debía hacerse cargo de las consecuencias de tales pensamientos. Quizá si se quejaba un poco más, se largaría a llover. Una lluvia estaría bien, lluvia fina, fresca, con un viento bajito, que calmara las temperaturas y pusiera a todo el mundo con los pies en una palangana de agua caliente y tomando caldo.
Todavía le faltaban unas diez cuadras para la boca del subte. No tenía demasiadas ganas de ir a aquel lugar a ese encuentro tan poco deseado. Cualquier excusa para no ir sería la adecuada.
Intentaba buscar por todo los medios evitar la exposición directa al sol, aliviar al menos un poco ese agobiante rayo que le apuntaba directamente a las zonas donde más sufría. Pero Rivadavia a esa altura no era una zona comercial con tolditos o galerías donde uno pueda refugiarse en la sombra, más bien era un barrio donde las veredas estaban desnudas de este tipo de cosas, donde el sol lo mismo que la lluvia dejaban ver claramente su paso en algunos lugares del piso como las grietas en las baldosas que no resistieron al constante clima cambiante de Buenos Aires que variaban entre frío-calor casi sin previo aviso; o los agujeritos que se habían producido por un constante gotear desde los balconcitos a lo largo de muchos años. Y estos balconcitos al mejor estilo francés era lo que producía sombra, la escasa sombra, reducida a un pequeño cuadrado negro en el suelo, insatisfactoria. Y para aprovechar lo mínimo de sombra que estos ofrecían, iba pegado a la pared, caminando despacio para sacarle el mayor provecho esa especie de tregua que le ofrecían los balcones entre el sol de invierno y sus zapatos donde se aglutinaba el calor que se le empezaba a subir a las piernas. Al caminar pegado a la pared se le presentaba un inconveniente. Cada vez que llegaba a una esquina –esperaba que no falten muchas hasta la boca del subte –doblaba en ochava, por lo tanto se debía detener por el peligro de que alguna otra persona desesperada y abrigada, sufrida de calor como él, estuviese haciendo lo mismo, estar cada tanto atento para no tener un estrepitoso choque que no le vendría nada bien a él que pensaba que no tenía demasiadas ganas de ir a aquel lugar a ese encuentro tan poco deseado ya que cualquier excusa para no ir seria la adecuada, ademas de que la excusa se aproximaba a él unas cuadras mas adelante. Sobre todo esa zona del barrio, donde abundaban las personas de la tercera edad, en algunos casos un tanto propensas al malhumor por quien sabe que motivo, que adoptaban ese estado de énimo al chocarse con alguna persona como Víctior, como sucedio con la vieja que doblaba en una calle cercana al mercado del Progreso luego de haber salido de una verdulería con el carrito de las compras lleno de frutas, verduras, legunmbres, tubérculos. Si esto ocurría, lo acusaban de irrespetuoso de las personas mayores, de atropellador, de delincuente, como le dijo la vieja que venía por Emilio Mitre con su changuito a altas velocidades sin considerar lo que él había considerado acerca de las esquinas en ochavas, y cuando el carrito que le había pasado por encima del pie –¿por qué por los pies, no era suficiente sufrimiento ya?–aplastándolo; y el changuito al suelo con tomates y papas escapando a la calle. Para esta vieja ningún argumento era válido, ni siquiera la historia que usó como defensa de su abuelo que lo quería mucho y que lo iba a visitar seguido y que no era un irrespetuoso con los mayores. Pero la vieja no quería entender de razones, quería una disculpa (que el no estaba dispuesto a dar porque sabía que él había sido precavido y la vieja no), que le recogieran las papas y tomates que habían caido y que la traten como se merecía. Ya estaba armando un escándalo de aquello que había sido un hecho menor, cuando los tomates y papas que se habían escapado graciosamente a la calle fueron recogidos de manera hábil por un pibe que iba caminando detrás de él hacía unas cuadras atrás. Impunemente, el pibe corrió muy lentamente a penas vio que la vieja lo había visto. Ahí, la vieja celosa de sus frutas y fiel guardiana de sus tubérculos, salió tras el pobre chico que casi no se distinguía en la distancia. El aprovechó la ocasión para seguir caminando con algunos insultos entre dientes y con la capacidad de asombro superada. Cuando ya estaba una cuadra más adelante del lugar del choque, se atrevió a mirar para atrás y vio que la vieja estaba hablando a un policía que había mirado desde la esquina en diagonal toda la sucesión de hechos, el robo y posterior huída del joven ladrón de legumbres, que la vieja se empenaba en ejemplificar con vivos gestos de manos, cara y ascenso del tono de voz. Un par de pasos más adelante volvió a girar para ver un grupo de transeuntes que se detenían a ver, más por el instinto de curiosear que por el hecho en sí.
Otro peligro que corría cuando se andaba por la reducida zona de sombra en esos dias de calor imprevisto era la inseguridad acerca de la resistencia de los pequenos balconcitos franceses. Ya habian adquirido un cierto renombre no por su estetica o falta de practicidad o porque aparecian en una de esas tarjetas para turistas, sino porque ademas de antiguos eran propensos a sufrir caidas. Ultimamente, por lo menos en el ultimo mes, se habian caido tres balcones desde las alturas. Uno habia sido en Palermo en un paqueto edificio de la avenida Las Heras, desde un octavo piso; otro cayo en el barrio de Belgrano, sobre Vuelta de Obligado, que por suerte no es una calle muy transitada. Y el tercero habia sido ahi, en Caballito, algunas cuadras atras, donde todavia se podia ver los restos de alguna voluta que habia sido un adorno y de un segundo para el otro se habia convertido en una peligrosa arma contra cabezas. Por suerte en ninguno de los tres casos hubo heridos. En el de la avenida Las Heras antes de producido la caida, habia habido el trabajo voluntario de un ingeniero que viendo el trabajo mal hecho del colocado de algunas vayas de seguridad por los empleados del municipio que poco sabian de balcones caidos, que finalmente cayo. Pero ahi en Caballito no habia estado nadie para advertir el posible desprendimiento del balconcito, y cuando se desprendio, todavia nadie se molestaba en recoger los escombros que permanecian a un lado de la vereda como una especie de anuncio de que hay mas posibilidades de que se caigan los balcones, asi que no ande por debajo de ellos. El, que habia entendido la senal de los escombros que habian sido balcon hacia unos dias, se empenaba en seguir caminando, considerando que no creia en las casualidades, en lo que convertia a una posible caida de un balcon encima suyo en un hecho contingente en su vida. Tal vez habria algun accidente en menor medida, como considerar que la caida de una maceta por descuido de alguna persona que la habria colocado muy negligentemente en la baranda y con la menor brisa se caiga probablemente en la cabeza de algun transeunte como el, comparativamente seria menos malo a que se caiga el balcon entero. Pero en el registro suyo de accidentes urbanos no habia ninguno con respecto a la caida de macetas, o efectivamente eran menos importante que la caida de los balcones y habian pasado desapercibidas. Todo esto formaba parte del conjunto de mitologias de la ciudad, las viejas con carritos, los balcones, las macetas, y para mitologias estaba la que no queria mencionar unas cuadras mas adelante, esperandolo.
Contando las monedas, separo diez centavos que le daria al pibe de la boca del subte, y se apuro a bajar. Pero a unos veinte metros diviso a aquella que hacia unas compras en una merceria y lo miro, y aquella le sonreia con un aire complice y el esta seguro de estar ocultando algo que se dejaba entrever en esa sonrisa. El guardo las monedas porque no iria a aquel lugar a ese encuentro tan poco deseado, porque ya habia encontrado una excusa perfecta, una excusa que compraba unos cierres y otras cosas para un pantalon que se estaba haciendo, esa excusa que no era para nada casual que este ahi, en ese momento y ese lugar donde el transitaba pensando que la posibilidad de que se encuentre a aquella era ya improbable, no obstante estaba con el monedero en la mano pagando por los cierres y lo otro una Gella que lo miraba y le sonreia renovadamente complice.

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