martes, 11 de marzo de 2008

Capítulo 0;5 de Anégdota

5.
Nunca se acostumbró a mi casa, fue por esa misma razón por la que apenas vino sólo tres veces. La primera fue al final de un recorrido de una de esas noches que no trabajaba, y decidí sacarla a pasear. Estaba como siempre la opción de quedarnos en su casa, lo que rechacé desde un principio, sabiendo que el afuera podría ofrecernos cosas mucho más interesantes, variadas y en cantidad que el encierro. Después de una vuelta grande que partió desde un encuentro en Congreso, atravesó Plaza de mayo, donde hicimos escala porque estaba tocando una orquesta en el cabildo, luego por la costanera, buscando algo para asesinar el hambre que se había apoderado de nosotros, y ya se había vuelto un tema de conversación ya escuchado, y la vuelta caminando hasta congreso, donde seguimos caminando hasta llegar a mi casa. Y en una pequeña confusión frente a la puerta, ella por irse, yo por pasar lo poco que quedaba de noche pensando que debería haberla invitado a pasar, empujé la puerta con un brazo y con el otro, la tomé por el cuello y nos deslizamos adentro. Lo primero que dijo fue:
-¿puedo bañarme? –a lo que me hizo mucha gracia sin pensar que una ducha de agua caliente era para ella lo que yo quería darle cuando la había invitado a salir.
La vez siguiente fue una repetición penosa de la primera, y la última, una repetición grotesca. Ya sin confusiones, ya sabiendo dónde ir, pero sin olvidar de dar esa vuelta de como treinta cuadras a ver el río y volver a donde los dos queríamos estar. Cuando terminaba de bañarse o de hacer el amor, se ponía a pasear, no sabiendo cómo hacía yo para tener tanto espacio y ocupar tan poco lugar. Simplemente era así, y no había manera de hacerle entender que no se trataba de que la casa fuera grande (a penas algunos cuantos metros cuadrados más que su altillo, cocina, lavadero, baño, luminoso, una joya), sino que las cosas estaban ordenadas (siempre antes que ella, Claudia había pasado y dejado su rastro fregando frenéticamente con desinfectante, limpiadores y removedores todo lo que se podía limpiar, aunque no estuviese sucio; la falta de huellas visibles de la presencia de otra mujer, como sería algún corpiño colgando de la canilla de la bañera o un perfume impregnado en la almohada, el hecho de que nada de esto podía advertirse en mi casa era la evidencia de que ella había estado ahí). Cosa que la hacían pensar a ella, sospechar de algo, no de mí, de otra mujer o de alguna deficiencia en ella como mujer que haría que yo busque el refugio de otra mujer, sino al pararse frente a la cama y no encontrar cosas tiradas, restos de cosas, cadáveres de las cosas muertas por la mano del desorden. Ella intentaba resolver el misterio de dónde había yo metido ese margen de suciedad y acumulación de cosas, que por más que limpie y acomode rigurosamente, siguen estando al final de una jornada de limpieza, y que son el principio de un nuevo desastre por venir. Le dije, para tranquilizarla, que todo eso que ella buscaba y no encontraba, lo metía debajo de la cama, en cajas que nunca se llenaban.
Una de esas veces en mi casa mientras dormía, se cayó de la cama y se golpeó fuerte con la cornucopia en la cabeza. Cuando la tenía agarrada del cuello debajo del agua fría tratando que se le baje el chichón, pensé que ese golpe había sido una señal de que no se iba a acostumbrar jamás a mi casa y mi cama. No se percataba que no tenía que agacharse ya que el techo estaba es lo alto, en su lugar, y la cama elevada unos cuarenta centímetros, no al ras del suelo como había quedado la suya luego de haberle serruchado las patas.

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