martes, 11 de marzo de 2008

Capítulo 0;4 de Anégdota

4.
Esa vez que entré por primera vez a lo que Luciana llamaba casa, un simpático altillo dos pisos más arriba del bar donde trabajaba las tardes y las noches y una vez por fin de semana, brindaba extra un espectáculo como el que había presenciado esa noche. Su casa, un buen lugar para reposar y ver desde la ventana la calle cortada del frente trasero del edificio. Por eso fue que rápidamente adoptamos un estilo de vida acorde al lugar e que nos cruzábamos, rápidamente nuestra relación se adapto al medio, su casa, el lugar mas cercano al que podíamos ir una vez que ella terminara de cantar, pasando las noches hablando de nosotros, escuchando discos, y fumando tirados mientras que la miraba fijo a la cara para descubrir todos los detalles de su cara y encontrar una explicación a su belleza.
El colchón en el suelo donde dormíamos me daba seguido un dolor de cabeza parecido a una resaca obligatoria, en principio por la cerveza, mi mala disposición al sueño y las patadas que ella salía acostumbradamente dar. Siempre me costaba encontrar las cosas en su casa y nunca me podía adaptar al sistema de cajas y bolsas a falta de cajones y muebles que contuvieran lo necesario en una propia casa. Por eso, cuando me despertaba, siempre primero que ella, iba a la cocina a tomar un litro de agua, pero siempre sin aspirinas. Siempre olvidaba preguntarle a ella donde era que las guardaba, pero por mas que revisara los pocos cajones de la cocina, no podía encontrar sino las mismas ollas, paquetes de fideos en abundancia, una botella de vino a medio terminar y los cubiertos desparramados por ahí de siempre.
Ella dormía tranquila, casi en la misma posición que la noche anterior, pero con la diferencia que lentamente en el correr de la noche, ella iba extendiendo sus piernas y adueñándose de la mayoría de la cama. Yo, a pesar de las ganas de levantarme, volvía a la cama, la destapaba y me quedaba horas contemplándola tendida y desnuda, hasta que se levantaba.
En ese tiempo, tenía la manía de pensar demasiado. Supongo que se debía a algún mecanismo de mi mente que funcionaba a rienda suelta cada vez que comprobaba que no me había podido entregar de lleno al sueño, y en lugar de hacer lo posible por dormirme, buscaba una y otra vez las causas de eso en una reconstrucción de los hechos del día, de la semana o de mi vida, pensando que si iba y volvía repetidas veces, en algún momento, me iba a topar con el elemento tranquilizador que me tienda una mano y abra una tregua, lo mas parecido a contar violentamente ovejas. Cuando llegaba al capítulo Luciana, no podía borrar una sonrisa estúpida que se me estampaba en la cara y me daba un aire a quinceañero recién iniciado.
Generalmente, hacia un calor horrendo en su casa. A las nueve de la mañana, un rayo de sol comenzaba a pegar de costado a la cama donde dormía, y a las doce se hacia insoportable la sensación de estar durmiendo en un horno. Siempre me levantaba a esa hora y me iba a buscar un rinconcito de sombra para aliviarme. La energía calórica provenida del sol, la temperatura propia del edificio, los vapores de las cocinas que tocaban la pared del altillo, todo, iba a concentrarse a ese cuarto en que Luciana llamaba casa. Yo transpiraba, a pesar de estar semidesnudo. Las sabanas estaban sucias, parecía que nunca las había cambiado. Ella goteaba transpiración sobre la colección de agujeros de quemadura de cigarrillos del colchón, y yo deseaba profundamente un baño. Pero en el lugar no había ningún baño, y mucho menos una bañadera. ¿Cómo hacia para limpiarse esta mujer? Se notaba a la distancia y a la cercanía que ella vivía sumergida en la tumba del orden, el colapso total de las cosas fuera de su lugar, pero no era sucia.

Esa noche todavía en el bar yo luchaba contra la mujer del ropero por mi gamulán porque había perdido el numerito; apareció ella e intervino a favor del deseo, apurándola dijo:
-dejáte de joder, Estela, me lo quiero llevar a la cama –y Estela, la gordita retacona, me tendió mi campera sin chistar. Una vez afuera, Luciana me aclaró –esa mujer necesita acostarse más.
El apuro violento que tenía esa noche, me hacía pensar en lo tedioso que podía hacerse el camino desde el bar hasta una cama, pero una vez que me dijo que vivía en el mismo edificio, me vi absuelto de la obligación de tomar un taxi.
Luciana estaba impaciente por que le saque la ropa, pero a la vez no podía con el cansancio y el alcohol que le circulaba por sangre, alternaba momentos de euforia con estados de suma tranquilidad cuando se quedaba de a poco dormida. Era una constante lucha de forcejeo y caída de peso muerto. Mis brazos no la podían abarcar, así que la dejé caer a la cama confiando en que no se desnuque con la punta de la cómoda, y al tacto con el colchón, se quedó automáticamente dormida, como si al apoyar su espalda en la cama, hubiera apretado el switch de encendido/apagado y se desconectó.





Su cara me bajó siete días después. Un sábado. Durante toda la semana me había torturado por no acordarme de su cara y al momento de la mañana del domingo en que me fui de su casa, maldije no tener una cámara de fotos a mano para eternizar esa escena. Pero no pensé que ese olvido iba a convertirse en una especie de amnesia.
Había logrado retener con una extraña exactitud la figura de su cuerpo, con pequeños detalles que no hacían mas que sorprenderme, recordaba el sonido concreto de su voz y hasta el perfume que emanaba de su cuello (que en gran medida se debía a que no había lavado la ropa en días y la camisa había quedado impregnada con su perfume; cada noche, cuando estaba descifrando el rompecabezas de su rostro, aspirada un poco de mi ropa con la esperanza de que eso contribuyera, pero solo conseguía hacer mas inasible todo aquello que quería asir, inalcanzable lo que quería alcanzar, y eso me hacia mas miserable).
Cuando el sábado siguiente me encontré al mediodía casi dormido, casi soñando, me di cuenta que por fin su cara se había dignado a aparecer entre las imágenes de la semana anterior. ¿Cómo lo explico? No tengo idea, pero se me hace que fue una especie de traspapelación de rostros, porque cuando la reconstruía, no podía dejar de probarle otras mascaras con su cuerpo, el de mi compañera de trabajo, el de una prima lejana, una vendedora de libros o la de la boletería del cine Cosmos. Y ahí estaba, como si los esfuerzos por traerla de nuevo habían sido nada más que tiempo perdido. No me había dado cuenta que para tenerla nuevamente, solo tenia que volver al lugar donde la había dejado, y cruzar los dedos para que ella no se haya olvidado de mi cara como yo había hecho con ella.
Ella seguía ahí, en el mismo lugar donde la había visto la última vez. Llegue a pensar que todo el tiempo había estado en el bar o en su altillo dos pisos más arriba, y que por alguna condena divina o más bien humana y propia, ella seguiría en el mismo lugar el resto de sus días.
Cuando me tope de nuevo con su cara, me sorprendió lo cambiada que la había pensado. Ciertamente me había olvidado de una parte a la altura de la nariz y las orejas que había permanecido borrosa. A mitad de semana decidí inventársela porque me abrumada ese espacio vacío, ni blanco ni negro, tampoco era confuso, estaba bastante claro: no estaba. ¿y qué había en su lugar? Supongo que expectativa. Pero aún así no podía dejar de machacarme la cabeza con ese descuido, ese pequeño olvido del rostro de una mujer con la que había estado cuerpo a cuerpo, lo más cerca que, físicamente, pueden estar dos personas, tener su cara pegada a la mía y luego no poder poner los ojos, la nariz y la boca que corresponden a su rostro (ni tampoco dónde corresponden) (recuerdo que tenía muchas pecas, y mirar a través de sus ojos y pensar que me iba a ser difícil recordar esa cara). Cuando volví a encontrarme con ella, noté que no estaba en el mismo estado que la semana anterior, lucía más fresca, y en efecto, se había maquillado cuidadosamente. Y sólo necesitaba para parecer cien por ciento a la anterior unas cuantas copas y que su lápiz labial quede en todos los vasos y picos de botellas que hicieran contacto con su boca.
Una semana después, ella ahí, acodada en la barra del bar, hermosa como debía, con una postura desafiante y confrontadora, con un nihilismo pasajero que se le marcaba en la frente.

No hay comentarios: