miércoles, 26 de marzo de 2008

Amante, Primera Parte, Capítulo I;2

2




Por fin Víctor se puso de pie de un salto y cayó sobre el suelo de baldosa fría como un gato al que ya le quedan menos de nueve vidas. Se dio media vuelta y miró la cama y condenó tanta meditación inútil, aunque ya casi no se acordaba lo que había estado pensando mientras trataba de despertarse del todo. Sólo tenía presente ese deseo de volver a acostarse un rato más y cerrar los ojos para ver que se le venía a la cabeza. La tentación lo tenía próximo a capturarlo, cuando en un arrebato de coraje, decidió que la mejor manera de dejar a un lado los últimos rastros de modorra era lavándose la cara. Se miró al espejo con la cara empapada y comprobó que ya no quedaban marcas del sueño en la cara Se desperezó como dios manda y se dispuso a vestir.
Tenía ganas de tomarse unos mates calentitos que lo ayuden a pensar qué iba a hacer el día de hoy con lo que debía en la pensión. Pero para tenía que atravesar el pasillo, el patio y llegar hasta la cocina a calentar agua, y en todo el trayecto, encontrarse, entre tanto personaje indeseado, con doña Carmen, la patrona de la pensión, que le preguntaría sin importar cuán temprano fuera, por el pago por la habitación. Todavía no estaba preparado para eso. Demasiado temprano. No es que no tuviera la plata. Simplemente, quería demorar el pago hasta que cobre las semanas atrasadas en el trabajo. De lo contrario, andaría corto para todo el resto. Quizá si hablara con doña Carmen, podría llegar a un acuerdo y pagarle la semana siguiente, ya que él, según la patrona de la pensión, era la excepción. Veía el asunto difícil.
Aún descalzo, entreabrió la puerta y asomó la cabeza para ver si encontraba a Crispo o a alguien más que le vaya a buscar agua. Del otro lado de la puerta, se encontraba vacío el largo pasillo repleto de otras puertas que correspondían a los otros cuartos. Al final del pasillo, había otra puerta y luego otro pasillo. La puerta correspondía al baño que compartían los habitantes del cuarto de ese pasillo y el pasillo desembocaba al patio. No llegó a ver a nadie. Llegaban desde el patio voces de conversaciones en las que no se quería ver como partícipe.
Con cuidado, cerró la puerta para pasar inadvertido, pero de todas maneras se le vino encima con una masa de viento que corría por el pasillo que lo empujó hacia adentro y dio un golpe ruidoso que lo asustó porque podía delatar su presencia. Alguna vieja se preguntó a qué se debía el portazo.
Miró su pieza y apuntó a la ventana. Era un cuadrado mínimo y pésimamente ubicado, bien alto casi llegando al techo. Para alcanzar la vista hacia el exterior, debió tomar la silla en donde reposaban libros a medio leer y ropa sucia de días. Se arrimó al hueco y se le ocurrió una posible vía de escape que no dependiera de la puerta. La situación era complicada. Para lograr una salida exitosa, debía salir primero a través de la reducida ventana, posicionarse en posición de despegue en el marco y luego volar dos metros por los aires hasta dar con el techo del edificio de al lado, que correspondería a la parte superior de la panadería que se encontraba contra la pensión. Si no lograba atravesar ese trecho de aire, caería al techo de lona que cubría el pasillo que daba a la salida de la pensión y que comunicaba a la puerta con el patio. Además de partirse el alma, terminaría justo a los pies de la pieza de doña Carmen, lo que sería un doble fracaso de su plan. Pero si por fortuna del viento a favor y por la destreza de un buen salto como lo sabía dar en sus tiempos de atleta, llegara a atravesar esa distancia, debería aterrizar en la medianera que separaba la pensión de la panadería. De lo contrario, caería en el techo de chapa, que si no se hundía y lo hacía caer en la cocina donde el panadero amasaba su pan, provocaría un estruendo tal que lo haría notar fácilmente en plena huída por los tejados. La única opción era calcular bien el salto y caer en el lugar indicado. Luego caminaría por la medianera hasta la calle y de ahí bajaría por los caños de los toldos de la vereda. Ya lo tenía analizado, pero decidió dejar su plan de escape para alguna ocasión que realmente lo ameritara.
Al rato de estar acostado leyendo sin tener mejor asunto que hacer, tocaron a su puerta. La primera reacción de Víctor fue ponerse de pie como a las órdenes de un general, aunque no esperaba un militar en la puerta, sino a la viuda de uno, Doña Carmen. Con temor fue a abrir, pero en lugar de la patrona, estaba, altivo, con su barba blanca abundante y una sonrisa burlona ese personaje que se hacía llamar Crispo.
-Buenos Días, Crispo
-Buenos los de dios, hermano –le respondió
-pase, pase, no se quede ahí en la puerta –se apresuró a decir Víctor.
Lo hizo pasar, pero antes de que entrara, le dijo:
-No, no, primero, vaya a buscar agua caliente a la cocina y tomamos unos mates. Yo pongo el lugar.
Crispo fue y volvió con el agua. Cuando tocó a la puerta, Víctor tragó saliva porque aún no descartaba que pudiera tratarse de la patrona.
-entre, entre
-¿cuál es el apuro? –preguntó jocoso Crispo
-Adentro le explico
Una vez adentro, no le explicó, sino que directamente le preguntó si no podía prestarle algunos pesos.
-Es que todavía no me pagan las semanas en el trabajo
-¿y por qué no protesta?
-protesto. Pero el asunto es que ya no trabajo ahí
-¿en la imprenta?
-se
Crispo apuntó al libro recién abandonado sobre la mesa de luz e inquirió:
-¿Leyendo a Lope?
-Sí, es que el otro día lo encontré de oferta. Cinco por cinco pesos. Me llevé dos Lope y tres Tirso
-Buena compra –sentenció
Víctor cebaba y los mates iba y venían tan rápido que Crispo tuvo que decirle:
-démelos más lento. O vamos a terminar con esto antes de poder hablar nada. –Crispo chupó la bombilla dos o tres veces una vez que el mate ya estaba vacío como si no pudiera despegárselo de la boca y siguió preguntando -¿y por ahora qué tiene pensado hacer, si se puede saber?
-Tengo algunos proyectos –dijo Víctor con honra
-¿alguno viable?
-no –dijo Víctor con deshonra
-¿cuanto precisa?
-¿cuanto puede darme?
-Y… sabe que yo soy un jubilado, que recibe una pensión –dijo Crispo en tono de lástima
-Disculpe por pedirle…
-No te preocupes –alzó la voz –es una pensión del estado Italiano, no es gran cosa, pero un poco más de lo que pagan acá
-Bueno, en ese caso…
-digamos, ¿cien le parece bien?
-¿cien? –dijo Víctor sorprendido y abrió grande los ojos como ya recibiendo –es una barbaridad…
-¿cien liras? Es una chirola… No, es un chiste. Tomá, espero que te alcance. Así hacés que parezca que soy tu abuelo, dándole el billetito. No es mucho, pero para un caramelito le va a alcanzar.
-Muchas gracias –respondió sin darse cuenta que lo había tuteado.
Víctor tomó el billete y lo guardó dentro de una libreta negra que sacó de un cajón y después la guardó en el bolsillo de la camisa.
-cuando tenga se lo devuelvo
-qué me va a devolver. Le hice un favor. Prefiero que me pague el favor con favor.
Guardaron silencio un buen rato. Sólo podía oírse el ruido del mate chupado ya sin agua. Pasaron tres rondas hasta que Crispo volvió a preguntar:
-¿Va a salir?
-Es lo que más quiero, pero no quiero encontrarme con doña Carmen
-Ah, ya veo, se anda con deudas ¿y lo que le acabo de dar?
-No, esos son mis ahorros.
-Bueno, que me importa a mí –hizo una pausa, como si estuviera esperando ese momento desde que había entrado a su puerta, como si toda la conversación previa y la plata que le había dado y los mates y las preguntas que tal vez no le interesaran no fueran más que un prólogo para hablarle de lo que realmente le quería hablar. Crispo tomó aire, lo retuvo y por fin largó - ¿Se acuerda de lo que hablamos el otro día?
-¿Qué de todo?
-del asunto…
-¿el asunto?
-…de la sobrina
Ahora sí recordaba. Hacía cosa de una semana, al pasar por delante de la puerta de Crispo, este automáticamente había salido al encuentro de Víctor. Lo había tomado del brazo, cooptando su atención y lo había hecho prisionero por unos instantes como solía hacerlo cuando tenía algo que confesarle. Después de algunas palabras introductorias, le había comenzado a exponer:
-¿Se ha fijado usted en aquella joven que vive en el cuarto de adelante?
-Si, si mal no recuerdo, es la sobrina nieta de la señora Marta
-¡Precisamente! –había exclamado Crispo -¡La sobrina! Dichoso regalo del cielo…
Ese dichoso regalo del cielo del que hablaba Crispo, la sobrina, como de ahora en más la llamara, había ido a parar en la Pensión Rodríguez Peña luego de quedar huérfana de padre y madre y ser la única sobreviviente en un accidente automovilístico en una ruta yendo precisamente a visitar a una tía abuela que vivía en la Capital, la señora Marta. Y como nadie más tenía la pobre criatura como familia, se había quedado a vivir de manera definitiva en la Capital cuando las intenciones originales se habían tratado de una visita temporal.
Lo que ocurría de la puerta de la pensión hacia dentro se sabía todo. Se decía que la sobrina de la señora Marta había quedado estúpida después del accidente, pero su tía abuela se empeñaba en afirmar que ya era estúpida antes de muertos sus padres. Pero esta tara que para muchos parecía una desgracia, para la señora Marta había sido una bendición, porque su falta de comprensión del mundo la había dejado exenta de proveerle una formación y una educación, así como un control de su cuerpo y espíritu joven, además del agrado que le proporcionaba a toda la población geronte una compañía fresca y silenciosa, rellenando uno más de los asientos del patio de la pensión junto a la radio, pasándose sus días postrada en un sillón como si le hubiera sido extirpada la columna vertebral.
-No le veo la gracia a esa muchacha –había dicho Víctor
-Esa muchacha, que para los ojos de los incrédulos es un muñeco desechable –le había explicado Crispo -, fue la que le devolvió a mis días el dulce sabor de la juventud que creía perdido para siempre. Le devolvió a mi alma las ganas de vivir. – Sin soltar el brazo del Víctor, lo había empujado apenas para que cruce la puerta de su cuarto. De esta manera, Víctor había quedado dentro y Crispo fuera. –El otro día, yo, un saco de huesos y carne putrefacta, había decidido ponerle fin a esta vida de miseria en la que estoy condenado a vivir.
-¡Por favor, Crispo, no hablara en serio! –había protestado Víctor
-¡Como voy a hablar en serio! Es solo una expresión. No quería quitarme la vida, si yo amo esta vida. Quería partir hacia otro lugar, irme lejos, aunque para mi edad, eso sería un suicidio
-¿Su edad? –había inquirido Víctor –Pero si usted no es tan viejo. Yo lo veo vital
-Lo mismo digo, Víctor, lo mismo digo… Entonces, estaba yo parado en el banquito, arrimando el cogote a la soga… una expresión… cuando se produjo el milagro. ¡Milagro! –había gritado Crispo
-¿Milagro?
-¡Si, Milagro! –había vuelto a elevar la voz –¿Puede creer lo que oí? Una voz que parecía pertenecer a un ángel, entrando por la ventana. Bajé del banquito y salí a mirar le cielo. Pero, como verá, desde mi ventana es muy difícil ver el cielo, hay pararse en un a silla para poder mirar para afuera, no sé quién habrá diseñado estas habitaciones. Me colgué del marco, ay, y casi que me caigo y me rompo el alma, ¡dios no lo quiera! Pero por lo que pude ver, estaba muy nublado, y no había ningún ángel bajando en una nube. Pero resulto que aquel canto celestial no venía de arriba, sino del costado, de uno de los cuartos de adelante. No podía ser otra que la sobrina…
Pero si esa no dice ni buenos días. Se cree que además de boba, es muda.
-Sí, era lo que yo creía. Pero fíjese. Fui puerta por puerta colocando la oreja rastreando aquella melodía celeste que me había conquistado con el más dulce de los encantos, deseando que no terminase hasta encontrar a la garganta ejecutora. Bueno, no voy a contarle lo que oí detrás de cada una de las puertas, quizás otro día. Al llegar a una de las últimas puertas, mi búsqueda corroboro lo que yo creía. Detrás de la puerta de Marta estaba el ángel cantor. Me tomé el atrevimiento de empujar la puerta sabiendo que esas viejas podridas estarían en el patio con su radio infernal. Pero créame, fue mi última opción, ya que primeramente, intenté mirar a través de la cerradura, pero se ve que habían dejado la llave puesta. Empujo la puerta, sin traba, y al abrirse, encuentro en pleno acto higiénico, el cuerpo desnudo de la sobrina. Todo blanquito y bañándose. Lástima que al verme se calló la boca y de un resbalón se fue al suelo de la bañera. Ah, Víctor, pude comprobar que los ángeles tienen sexo, ¡y deben oler tan bien! Imagínese que cuando la sobrina gritó, todas las viejas del patio salieron corriendo a ver lo que había pasado. Bueno, corriendo es un decir, se levantaron despacio, tomaron sus bastones, dieron un pasito, otro pasito.
-¿y qué pasó? –había preguntado Víctor, interesado
-A todo esto, yo me fui hasta la puerta y me hice el que venía caminando de la calle sin saber nada acerca de ninguna sobrina desnuda en la bañadera. Pasé cuando todas las viejas estaban en la puerta del cuarto de Marta y aproveché a echar una última miradita.
-Sí, recuerdo –dijo Víctor, pasándole otro mate a Crispo
Lo tomó con cara de asco dijo:
-gracias, ya está lavado. Y el agua está fría
-¿algún avance? –peguntó Víctor más por preguntar que por interés
-bueno, avance, como se dice avance… no. Pero necesito que me haga un favor. Recuerde que me lo debe. En un rato paso a buscarlo por acá.
Se paró Crispo y salió por la puerta. Víctor se volvió a echar en la cama a seguir leyendo.


Al poco rato, golpearon a su puerta. Con Crispo en mente, fue a abrir con confianza, pero resultó que se trataba de la señora Berta, otra de las residentes de la pensión.
-Buen día, don Víctor, espero no importunarlo, pero necesitaba que me haga un favor, bueno, si no puede hacerme un favor, necesito que me haga un trabajo. Es una pavadita. ¿está ocupado o puede hacerlo más tarde?
-Estaba leyendo en este momento –contestó Víctor
-¿no por el momento? –escuchó la señora Berta que era sorda de un oído y media sorda del otro, por eso hablaba casi a los gritos–qué bueno, acompáñeme a mi cuarto. Necesito cambiar una lamparita solamente, pero con el desequilibrio que tengo por el oído malo, tengo miedo de subirme a la silla. Le hubiera pedido a Crispo, pero se disculpó y me mandó para su puerta…
Víctor siguió los pasos de la señora Berta con sigilo hasta su puerta, que a unos pocos pasos de la suya. Al entrar, le pareció que había salido de la pensión y había entrado a otro lugar, a una casa que nada tenía que ver con el lugar que habitaba él. El piso estaba cubierto con una alfombra bordó que hacía juego con las cortinas, con el acolchado de su cama y hasta con el tapizado de un sillón en medio de la habitación. Había también un ropero antiguo con un gran espejo y terminaciones finas. Una de sus puertas estaba abierta por la que Víctor pudo espiar una gran cantidad de ropa elegante en su interior. Al entrar, la señora Berta se apresuró a cerrarla y se excusó en una voz elevada:
-perdón por el desorden, pero por las mañanas soy un poco haragana –y se rió de una manera pueril y cómplice.
Del cajón de una cajonera junto a la cama, sacó una bombita de luz y le arrimó a Víctor una silla.
-Ayer a la tarde se me quemó, en seguida fui a comprarla, pero al volver, ya era tarde para pedir ayuda, así que lo dejé para hoy. Le pude haber pedido ayuda a cualquiera, a Crispo, a don Marcus, pero daba la casualidad que estaban todos ocupados. Usted era el único disponible y acá lo tengo.
Se subió a la silla con el foco en la mano y la cambió en dos patadas. Mientras tanto, la señora Berta le hablaba. Había descorrido las cortinas y se había acodado en la ventana. Esto era posible porque su cuarto se encontraba del lado opuesto al suyo y al parecer, de ese lado las ventanas estaban bien ubicadas. Es más, la vista no daba a una pared, ya que no había ningún edificio que lindara con el otro extremo de la pensión, sino un estacionamiento de autos. La señora Berta dejó de hablar y exclamó sorprendida:
-¡van a empezar, ay, van a empezar!
Víctor terminó de enroscar el foco y fue a comprobar con el interruptor si funcionaba la luz. Se hizo la luz y la volvió a apagar.
-Bueno, señora Berta, ya está.
Pero la señora Berta estaba clavada en la ventana y por la curiosidad que le había producido la frase que la había colocado mirando al exterior como frente a una pantalla de televisión, fue a comprobar de qué se trataba aquel entretenimiento.
Se puso codo a codo, pero no logró ver más que el paisaje urbano, los edificios, la calle, los colectivos, los transeúntes.
-¿qué señora, qué?
-Ahí, no lo ve, en el edificio de enfrente, en el tercer piso, mire aquella ventana.
Víctor contó una, dos tres ventanas empezando desde la planta baja y subiendo y al llegar al tercero, se encontró con el divertimento de la señora Berta. Su sorpresa fue mayor al ver a una pareja joven en pleno acto sexual, disfrutando libres de toda ropa, sobre una cama junto a la ventana que dejaba ver desde la ventana de ese cuarto todo lo que ocurría como una función de cine con entrada gratuita.
-¿no son tiernos? Dígame, ¿no le da ternura?
No podía contestar.
-Me hace acordar a mis buenas épocas, en la plenitud de mi vida, cuando sabía gozar de los placeres de la carne sin ataduras morales, sin la culpa con la que la mayoría de las veces se realiza ese acto maravilloso… pero yo sólo puedo mirarlo y sentir nostalgia por el tiempo pasado. No me haga caso. Mire y disfrute como lo hago yo.
Más que mirar aquello, Víctor miraba directamente la boca de la señora Berta al decir todas estas palabras, con una incredulidad que le impedía marcharse como lo deseaba envuelto en esa situación incómoda.
-Yo los veo todos los días, más o menos a esta hora. Lo prefiero cien veces más que estar ahí sentada escuchando la radio oyendo historias de viejos. No sé cómo decirlo, pero esto de alguna manera me rejuvenece. Me hace sentir viva de nuevo. Fíjese. Ella parece no tener muchos dotes para el amor, pero él sí, él es un amante estupendo. Y lo digo porque los he visto. Mire. Ya terminaron. Ella se levanta, seguro que se va a dar un baño, pero él no, no ve que se queda en la cama, como que no quiere sacarse el aroma del cuerpo de ella. Después no, se cambian, se van. Mire en esa otra ventana, esa es la cocina. Qué frívola. No bien termina, se va a hacer el desayuno…
-Señora…
-¿Sí, Víctor? –dijo con un aire ensoñada
-me tengo que ir… me esperan… ya terminé con… quedó sin problemas...
-gracias, Víctor, aquí tiene –sacó de su bolsillo un billete pequeño que Víctor tomó sin pensar. Luego, le dio una sensación rara aceptarlo. No sabía por qué le estaba pagando, si por cambiarle una bombita de luz o hacerle compañía junto a la ventana. Puso el billete dentro de su libreta negra y la volvió a guardar en el bolsillo. Al salir por la puerta, oyó que la señora Berta le decía: -vuelva cuando quiera…


Al volver a su cuarto, se encontró con Crispo adentro. Fumaba sentado en su silla uno de esos cigarrillos con papel marrón que no sabía bien qué tabaco se trataba, pero sí que era fuertísimo y le manchaban la barba blanca con un aureola amarillenta alrededor de la boca.
-¿cómo le fue con la señora Berta, eh? ¿le gustó el asunto de la ventanita? Pensé que era una buena oportunidad para que conozca ese entretenimiento suyo…
No podía creer que Crispo lo había planeado, pero cosas así eran típicas de él, un viejo incansable y jocoso que no hacía honor a su edad.
-disculpe que me haya metido en su habitación así, pero lo estaba esperando. Necesito cobrarme ese favor que me debe
-¿y de qué se trataría?
-necesito que me acompañe al patio
-disculpe, pero no puedo, por…
-sí, por lo de doña Carmen, pero no se haga tanto problema, que no es para tanto la cuestión. Le inventa cualquier cosa y ya está. Si quiere, yo le invento un cuento
-no, gracias –rechazó Víctor sabiendo que las mentiras de Crispo podían ser tan inverosímiles como fantásticas –yo me encargo de decirle algo
-dígale lo del trabajo, qué problema hay
-bueno, ¿pero para qué me quiere en el patio?
-porque a esta hora, estarán las señoras, entre ellas, la señora Marta, y con ella, la sobrina, claro está, el motivo de todo el asunto.
-¿y a mí qué papel me toca?
-necesito una distracción mientras yo me acerco a mi cometido. Ellas se van a acercar a usted y le van a dar charla mientras yo me voy a ir acercando a la gracia juvenil. Sólo tiene que conversar un poco. Va a ver qué cosas se le van a presentar frente a sus oídos a usted que le gusta oír historias.
Nunca le había dicho que le gustaban oír historias, pero seguro era otra de las invenciones de Crispo para convencerlo. No tenía remedio. Tenía que devolverle el favor. Del posible encuentro con doña Carmen ya estaba pensando en qué le diría.
Pero a pesar de la mentirita de Crispo, en el patio de la pensión de Rodríguez Peña 257 no podía hallarse demasiada historia para oír, como se había imaginado. Siempre había tenido la delicadeza de saludar en general y seguir de largo sin perder un segundo en lo que concernía a lo que acontecía en ese espacio de la pensión abierto al cielo. Generalmente, cuando no llovía, porque el patio carecía de techo alguno, podía hallarse a la población adulta mayor de la pensión en pleno acto de espera por la muerte mientras se oía a todo volumen aquellos programas de audición radial de la amplitud modulada que hacia a todos los días hábiles de la semana parecer un domingo a las tres de la tarde. Tres de la tarde en punto, hora en que se había detenido el único reloj de la pensión que se encontraba en la cocina. El zumbido radiofónico de aquel aparato agónico en cual pocas veces se ponía en un volumen tan bajo que parecía apagado (ya que no podía apagarse, porque se le había roto la perilla del encendido) hacia detener los minutos y las horas en un momento imperturbable y preciso, preparándose para esa visita tan esperada, que no se trataba de una amistad o de familiar alguno.
Era ya costumbre vieja ese copamiento perpetuo del patio por parte de las viejas. Y había que vérselas si le desintonizaban el dial de la radio o si les usurpaban las reposeras y sillones apolillados. Estas viejas estaban en la pensión, por lo que le había dicho Crispo, mucho antes que el actual dueño tomara posesión de las instalaciones y que el anterior dueño y quién sabe cuanto más antes. La cosa era que esta casa de habitaciones para alquilar siempre había sido lo que era desde que se le conocía como tal. Crispo solía decir que estos lagartos jurásicos habían sido dueños del edificio entero mucho antes de transformarse en pensión, pero por problemas económicos habían decidido vender con la única condición de no ser apartadas de ese lugar. Incluso, contaba Crispo, que también vivía este lugar hacía una punta de años, que las viejas, originalmente tres, cuando firmaron el contrato de venta (aun no eran tan viejas) estaban sentadas en esos mismo sillones. Pero era difícil creer una historia de Crispo sabiendo de quién venía, tan difícil como no creerle, porque eran tan interesantes como poco creíbles.
Al acercarse al patio, Crispo auspiciaba de una especie de guía turístico, sabiendo Víctor que tal vez no pudiera contar dos veces la misma historias sobre una cosa porque todo el tiempo estaba improvisando lo que decía. Era una especie de chico que no se cansaba nunca de mentir. Por ejemplo, afirmaba que no todas las viejas eran tan viejas como aparentaban. Con excepción de aquellas tres viejas originales, Mirta, Marta y Marisa, a las que parecía guardarle sumo respeto y aceptar cada vez que se le ofrecía un mate y una porción de bizcochuelo, las otras podrían llegar a poseer cuarenta o cincuenta años, aunque la apariencia, las arrugas, la postura postrada, así como el olor y la actitud de cadáver las hacia ver de setenta para arriba.
-Todas tienen algo en común –le iba explicando Crispo- más allá de la vejez prematura, se dará cuenta que todas terminaron en este lugar por no vivir en algún lugar más, o sea, dejaron de vivir en donde vivían para terminar en este reducto. Su procedencia es siempre la misma: algún pueblo cuyo ilustre fundador le otorgó el nombre en honor a algún héroe patrio, que por lo demás, no son demasiados, como Sarmiento, San Martín o Belgrano, o de algún santo del evangelio que tanto lugar ocupan en sus corazones, como San Juan, San José, San Pedro. O fechas, acontecimientos, batallas, de los más diversos lugares que se puede imaginar.
Bajando las escaleras, desembocaron en el patio. Crispo le dijo en voz muy baja, casi susurrando:
-ahora, vamos a poner en práctica el plan.
Víctor le quería preguntar cuál era, en definitivamente el plan, porque hasta donde habían llegado, no le había dicho nada, y él, ya cómplice, querría saber cuáles eran los pasos a seguir. Cuando le había preguntado, Crispo se había deshecho en explicaciones que no venían al caso.
Salieron al patio. Allí estaba la tribuna gerente en la exacta posición habitual. Todas ocupaban sus lugares mientras escuchaban la radio y tomaban mate convidándose los diversos biscochuelos y tortas que habían estado preparando durante la mañana para esa ocasión especial. Entre todas ellas, había una que resaltaba por la diferencia notable de la edad, porque carecía de la experiencia vivida y de los años y las penas y las historias acumuladas, aquella que entre todas las viejas no poseía ninguna historia, sólo de cómo se había vuelto estúpida en un accidente de autos, esa persona por la que ahora estaban compartiendo un momento en la mañana de sus vidas habituales sin corresponder a ese espacio; la sobrina.
Crispo saludó en general y le fueron devolviendo el saludo y una invitación a tomar un asiento y probar un pedazo de cada torta. Había una sola silla vacía, así que Crispo le indicó que vaya a buscar una a la cocina. Se acercó y le dijo bajito que se coloque entre las viejas que él comenzaría a ejecutar lo pautado.
No era la primera vez que era testigo de los delirios de Crispo. Pero ahora también era partícipe y comenzaba a dudar de la sanidad de su amigo. Pero en definitiva era eso, un amigo.
-De paso ya que estás en la cocina –le dijo Crispo desde el patio –calentá un poco más de agua y… ¿qué? –le preguntaba ahora a doña Marisa, cuya voz ya no le funcionaba bien de tan gastada que la tenía
-que traiga más biscochuelo, debajo del repasador en la mesada
-y más biscochuelo, en la mesada –le trasmitió el mensaje.
Víctor comenzaba a hablarse a sí mismo, como en un principio de enojo, pero que no era tal porque aun no tenía motivos. Mientras esperaba a que se caliente la pava, miraba cada tanto el reloj y tenía que convencerse de que no eran las tres de la tarde, que el reloj se había descompuesto, y que no había perdido todo el día encerrado en la pensión, sino que había sido poco más de una hora desde que se había despertado.
Volvió al patio con la pava con agua caliente y un plato con porciones de biscochuelo. Lo dejó en la mesita donde apoyaban las cosas y se sentó en su silla. Lo único que faltaba era que le hicieran cebar.
Aparte de los gracias y los por favor, no se oía diálogo. Estaba escuchando la radio de una manera sagrada, algunas con la cabeza reclinada en dirección al parlante, para oír mejor, con una concentración dedicada en exclusivo a la transmisión. Víctor se puso a escuchar.
Una oyente radioescucha llama a la radio para participar de la sección en la que el locutor abre el micrófono para que el publico comparta historias de vida a través de ese “medio maravilloso que une a las personas”, bajo la consigna de relatar alguna historia que jamás haya contado a nadie, ni a un amigo, ni a la madre, ni al esposo. Luego de saludar y presentarse, Matilde del barrio de Pompeya tiene la palabra para relatarnos su historia mientras es dueña por algunos momentos del éter.
-Verán, -comienza Matilde de Pompeya, que a continuación demora su historia con unas palabras previas de saludo y felicitaciones al locutor y su programa y agradece y agrega otro saludo para la gente de su barrio –Mire Usted, se trata de algo que me sucedió con mi marido, que en paz descanse, y que si me esta oyendo desde el cielo que me perdone por lo que voy a contar. Pero no lo contaría si el no estuviera muerto. Siendo yo muy jovencita, a penas una niña, digamos, conocí a un hombre que más tarde terminó siendo mi marido y del cual no me he separado sino en la hora de su partida. Tendría yo dieseis años cuando con el permiso de mis padres, acepté el ofrecimiento de su mano. Verán, mi único deseo era irme de la casa de mis padres, ya que mi madre seguía enviándome hermanitos de los que me tenia que hacer cargo y casi que no entrábamos en esa casa. Yo soñaba con que un hombre viniera a llevarme y así poder dedicarme a él en todo lo que le sea necesario. Y ese hombre llego y después de un relativamente corto noviazgo, nos casamos un catorce de abril en Nuestra Señora de Pompeya a pedido mío. Pero como yo era muy chica y muy boba y mi madre no me había hablado nunca del casamiento ni de la luna de miel porque estaba siempre ocupada teniendo más hijos, imagínense mi sorpresa. Luego del casamiento, que fue el día más feliz de mi vida, vino la noche de bodas, el día más horroroso que pude haber vivido. Si alguien me hubiera advertido que iba a ser si me hacia monja. Estaba mi marido de pie al lado de la cama desnudo… yo pensaba que me va a hacer, que… ay, el horror y el sufrimiento que pase esa noche no me lo voy a olvidar jamás. Yo creí que se iba a ir conmigo a la tumba. Pero cuando escuche la consigna del día de hoy, tome coraje y levante el teléfono… -el locutor agradece a Matilde de Pompeya y ya pasa al siguiente llamado.

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